Carlos Martínez Sarasola

Antropólogo y Autor

Carlos Martínez Sarasola

Antropólogo y Autor

AUTOBIOGRAFÍA

Nací en Buenos Aires, en Flores, en 1949. Viví mi primer año en Boedo, a la vuelta del club San Lorenzo de Almagro y del viejo Gasómetro, de cuya energía misteriosa abrevé para hacerme hincha de los “cuervos” desde muy pequeño.

Cuando cumplí un año me mudé con toda la familia -mis padres y mis dos hermanas- a la gran casa de Ramos Mejía, en el aún “lejano Oeste”, adonde viví hasta los veinticinco años. En esa casona del parque gigantesco, fui inmensamente felíz.

Alli me encontré con mis primeras lecturas, clásicos de aventuras que mi viejo, apasionado autodidacto había puesto en mis manos, elegidas de su gran biblioteca. Salgari, Dumas, Burroughs, Defoe. Escritores como Cervantes, De Amicis o Jiménez, ese que nos contaba de aquel burro color de luna.

Dos personajes excluyentes, Patoruzú y Sandokán, alimentaron mi sentido de justicia, el valorar a los diferentes, amar a los animales, el espíritu de aventura y el placer por escribir.

No todo eran lecturas. El jardín albergaba árboles que aprendí a disfrutar como compañeros de juegos, especialmente aquel de “indios y blancos”, en el que siempre ganaban “los indios”. Por ese jardín pasaron decenas de animales con los cuales convivíamos: gatos, perros, pájaros, una oveja, una pata y tantos otros bicharracos.

Desde la casa ví las columnas de humo en un triste junio de 1955 sobre la Plaza de Mayo, oscuro presagio de lo que vendría.

También desde la casa observé las evoluciones fascinantes de una luz en el cielo estrellado de una noche de verano de 1964, otra señal entendida muchos años después gracias a la cosmovisión indígena…entendi que el universo puede encerrar maravillas que nuestro limitada idea de la realidad se ha obstinado y obstina en negar.

Con esa luz bienhechora que desde entonces me acompaña, ingresé a la adolescencia y juventud, en búsquedas variadas como la música, la militancia política y los estudios universitarios de Abogacía.Alcancé a iniciar el tercer año, pero no era lo mío.

La música me llevó a tener una banda de rocanrol y a creer en el sueño de cambiar el mundo. El hippismo, la beatlemanía y el “hagan el amor y no la guerra” inundaban el planeta y un día, junto a mi gran amigo y socio de aventuras, Eugenio Carutti, nos embarcamos con dos guitarras y bolsos a llevarle nuestras canciones a los Beatles. Era el invierno de 1969.

Disfruté mucho vivir ese tiempo en Londres, pletórico de libertades individuales, de hippies con enormes melenas (en Ramos Mejía la policía de Onganía nos perseguía con tijeras para cortarnos el pelo), de pies descalzos, minifaldas mínimas, conciertos de rock, de un gran multiculturalismo puesto en acción. Luego fue París, donde observé lo que quedaba del Mayo Francés, en grafittis que convocaban a lo imposible.

Y finalmente Roma. Una noche en que revolvía los estantes de la gran biblioteca –una más- elegí un libro que “devoré” en un par de días y que marcó mi vida. Era “Machu Picchu, la ciudad perdida de los incas” de Hiram Bingham.

De regreso a Buenos Aires en 1970, ingresé a la carrera de Antropología en Filosofía y Letras de la UBA, mientras el ser músico iba trasmutando en una pequeña herida.

Al año de egresado marché al norte de la Argentina, a la provincia de Salta, integrando el equipo docente de Antropología de la Universidad Nacional local. Allí continué mi carrera de docente investigador que había empezado en 1972 en la UBA. Aquellos días de Salta fueron valiosísimos para mi formación al conectar con las profundidades del mundo indígena, en su lacerante realidad social pero también en la riqueza extraordinaria de su cosmovisión.

Conocí el chamanismo y tuve el honor de trabajar con el maestro Rodolfo Kusch. Y al hacer un programa de Etnografía Argentina, me di cuenta que había escrito el índice de lo que años más tarde sería mi primer libro, “Nuestros Paisanos los Indios”.

 

Con el grupo de amigos y colegas imaginábamos una larga estadía trabajando en lo que nos apasionaba. Pero otra noche, definitiva y atroz, volvió a oscurecer el país.

Durante mi estancia en Filosofía y Letras había ingresado a otra historia, la de la primavera revolucionaria de los años setenta y con ella al fragor de la militancia. Otra vez el sueño de cambiar el mundo, pero esta vez desde la política, subido a una marea humana que se compartía con miles, millones de jóvenes de todo el mundo. En esa marea fuimos hechizados por la violencia, y el sueño terminó de la peor manera.

Pertenezco desde entonces a la legión de sobrevivientes y al grupo de los “exilados internos”. Pasé –pasamos- por años crueles, de ocultamientos, silencios y terror.

En 1981, cuando presentíamos el final de la dictadura creamos con Ricardo Santillán Güemes “Cultura Casa del Hombre”, una revista que duró tres años, una síntesis de periodismo científico y antropología “desde las tripas”. Ese año fue algo especial sin dudas, porque en noviembre nació mi querido hijo Lucas.

Hacia 1983, con el advenimiento de la democracia, mientras me reinsertaba en la universidad, dictaba cursos y conferencias y mantenía un discreto empleo en la administración pública, empecé a escribir “Nuestros paisanos los indios”. Habían pasado siete años desde la idea original y faltarían todavía nueve más para verlo en la vidriera de una librería.

La noche en que lo presenté en Buenos Aires, en 1992, me acompañaron familiares, amigos, colegas, hermanos indígenas, editores, escritores y Ana Llamazares, amiga y compañera de Antropología en los setenta y con la que me había reencontrado hacía unos meses antes, después de diez años. Al poco tiempo y mientras iniciábamos un camino juntos como compañeros de vida, me propuso crear nuestra propia institución.

Así nació en 1994 la Fundación desdeAmérica, con un perfil de convergencias entre la sabiduría de los pueblos originarios y la nueva consciencia occidental, en la cual desarrollé hasta 2012 en que decidimos su cierre, buena parte de mis actividades.

Y siguieron más libros y publicaciones; conferencias, cátedras, seminarios en distintos ámbitos, en universidades nacionales y del extranjero, y más viajes. Y experiencias transformadoras, como el reencuentro con el chamanismo en 1997 esta vez a través a través de las plantas sagradas en tres años intensos.

A partir de 2000 inicié un nuevo vinculo con los indígenas ya no sólo como antropólogo sino como persona, a través de compartir con mapuches de la Patagonia la ceremonia anual del Nguillatún. Este proceso personal fue deviniendo de a poco en mi camino espiritual, fortalecido cuando paso a formar parte del lof Vicente Catrunao Pincén, acompañando a estos hermanos en una inédita reconstrucción comunitaria.

Desde 2011 tengo inserción académica estable en la Universidad Nacional de Tres de Febrero y desde 2015 dirijo el proyecto multimedia ElOrejiverde. Diario de los Pueblos Indígenas. Y desde ya, claro, sigo escribiendo y proyectando nuevos libros.

Hoy me encuentro en un momento en que puedo ir integrando mis otros centros de interés: las otras realidades, el entremundos ó fenómenos asociados, todos temas fundamentales para la Antropologia y más aún en estos tiempos de aceleración evolutiva en que nos encontramos.

Los hermanos indígenas y su manera de estar en el mundo me ayudan enormemente a integrarme como persona y a articular mis campos temáticos, todo maravillosamente entrelazado bajo el cielo sabio y protector de la espiritualidad.

Carlos Martínez Sarasola
Buenos Aires, verano de 2018